
Cuando una semilla germina, lo primero que hace no es echar brotes hacia arriba, sino raíces hacia abajo. Este movimiento hacia el centro de la Tierra nos recuerda que, en la naturaleza, la estabilidad precede a la expansión. El joven brote busca el núcleo terrestre, anclándose antes incluso de alcanzar la luz. De forma similar, Patañjali nos dice que el progreso espiritual depende de una práctica firmemente arraigada, dṛḍha-bhūmi, una práctica que, como un árbol, echa raíces profundas antes de extenderse hacia el cielo.
La práctica espiritual sigue un principio similar al de una semilla que germina y echa raíces. Nuestras asanas, meditaciones y mantras pueden florecer algún día en claridad o comprensión, pero sin raíces —disciplina, constancia y devoción poco crecerán. Cuanto más fuertes sean las raíces, más resistente será el árbol; cuanto más profundos sean nuestros cimientos, más adaptable y firme será nuestra práctica. Un sistema superficial puede sobrevivir una temporada, pero una tormenta puede desarraigarlo. Una práctica arraigada, en cambio, se adapta a los cambios, se nutre desde lo más profundo de la experiencia y sigue creciendo incluso en la adversidad.
Las raíces, aunque invisibles, mantienen unida la Tierra. La humanidad lo ha aprendido a través de dolorosas experiencias; al talar bosques y eliminar sistemas radiculares, propiciamos la erosión, los deslizamientos de tierra y el colapso de paisajes enteros. Lo que no vemos suele sustentar todo lo que sí podemos. De igual manera, nuestro trabajo espiritual invisible la meditación diaria, los momentos de estudio en silencio, la compasión ofrecida sin ser vista mantiene intacto nuestro mundo interior. Sin esos anclajes invisibles, la mente comienza a erosionarse, moldeada por las constantes mareas de opiniones, distracciones y deseos.
Echar raíces también significa comprometerse con un lugar, una comunidad, una forma de vida. En el yoga, este compromiso se manifiesta en el satsang, la buena compañía, el espacio compartido de practicantes que se animan y apoyan mutuamente. La ciencia refleja esta verdad en el estudio de lo que los biólogos llaman la red micorrícica , a veces conocida como la «red subterránea de los bosques». Esta red fúngica subterránea conecta las raíces de árboles y plantas a grandes distancias. A través de ella, los bosques comparten tanto alertas como nutrientes: cuando un árbol es atacado por plagas, los árboles cercanos aumentan sus defensas químicas; cuando un retoño crece en suelo pobre, los árboles maduros le envían nutrientes adicionales a través de los filamentos fúngicos. Incluso se ha demostrado que los árboles moribundos liberan el carbono y los minerales restantes a la red para nutrir a otros.
Esta red micorrícica ofrece una metáfora impactante para el satsang . A través de nuestra práctica compartida, también nosotros intercambiamos alimento, sabiduría, compasión y cuidado. Cuando un practicante sufre, los demás pueden ayudarlo a sobrellevarlo; cuando uno prospera, ese crecimiento enriquece a todos. Cuanto más fuertes y profundas sean nuestras raíces, tanto individuales como colectivas, mayor será nuestra resiliencia como comunidad.
Sin embargo, hay momentos en que nos sentimos desarraigados: desconectados de nuestra práctica, de nuestros maestros o de nuestro sentido de pertenencia. La pérdida, el duelo o la duda pueden hacernos sentir a la deriva, como si nos hubieran arrancado la tierra. Aun así, el instinto de regresar a casa, de echar raíces de nuevo, es poderoso. A veces se necesitan años de esfuerzo para restablecer ese arraigo; otras veces sucede en el momento en que pisamos la esterilla, nos sentamos en el cojín de meditación o recordamos respirar con atención plena. La meditación, como la profundización constante de un sistema radicular, nos atrae hacia la quietud. Ancla la mente inquieta y nos permite nutrirnos de las prácticas que hemos cultivado. Nos permite «regresar a nuestras raíces».
Nuestra vida espiritual es un ecosistema vivo. Cada mantra recitado, cada acto de servicio, cada momento de silencio fortalece la red que nos sustenta y nos une. Nutrir nuestras raíces es cuidar el fundamento invisible de la práctica, volviendo a él una y otra vez hasta que la estabilidad se convierta en nuestra naturaleza. De ese arraigo surgen el crecimiento, la fortaleza y la expansión.


